Sobre el cántico de susurros de un millar de voces en trance, los robles del bosque se bañaron de luces azul marino y gris plateado, cuando Iloura desató las llamas danzantes del Fuego Fatuo. La pira de hojas y ramas caladas en sangre y hechizos rojos se acomodaba en torno a la plataforma principal en un enorme círculo semicerrado. Los dedos del Fatuo punzaban el aire y siseaban con fervor, allí donde los arreglos de runas se habían colocado celosamente sobre los bloques de piedra de un monumento celta para que su lumbre no devorara todo a su alrededor.
— Soberbia, certidumbre y cierta satisfacción por morir — comentó Iloura con indudable desconcierto. —. Era un cristiano fuera de lo común.
Mary Blood mantuvo bien abiertos sus ojos de lapislázuli que salpicaban destellos de luz al pie del cadalso, observando la noche enardecida y manteniendo, para variar, la boca cerrada.
Por su parte, a Kairo parecía no sorprenderle la valentía con la que el piadoso había enfrentado la muerte, y mucho menos el mensaje con la que su sangre transmitió sus últimas palabras después de haber perdido la voz y la vida.
— Un vínculo desesperado entre el miedo y la ignorancia te harán ver las cosas desde otro punto de vista. Pobre imbécil.
La sangre del hombre que los oteadores habían capturado nutría a las llamas del Fuego Fatuo con las emociones que había sentido segundos antes del aliento final.
Por lo que sabía, Iloura era ya casi tan diestra como su maestro para interpretar al Fuego Fatuo y controlarlo, pese a que fuera demasiado joven para considerarla una hechicera a plenitud.
— Escuché que trajo consigo a una mujer de extraños ojos que se hincó de rodillas sin siquiera pedírselo y que habló durante todo el camino como si conociera a sus captores. ¿Dónde estará ahora?
— Si no compartió las llamas con su esposo, ¿dónde te piensas que está? — La voz de Kairo se inclinaba a la indignación cada vez que su compañera parecía pasar por alto lo obvio, cosa que ocurría a menudo.
— Vale, así que la llevarán con Azus. No seas tan antipático.
El murmullo suplicante de los druidas y los prosélitos más entusiastas se alzó junto a sus cuerpos reunidos en el acto de sacrificio a los Tuatha Dé Danann, hijos de la Diosa Madre Danu, dioses de los celtas. Ante al viento que ululaba con lisura, vestían poco más que pantalones de lino harapiento, mientras sus pieles desnudas se teñían con la tinta escarlata y negra propia de la festividad. Se ordenaban todos alrededor del crómlech, santuario de un pasado distante de piedras medio enterradas en la hierba sobre las que se ejecutaba el ritual. Eran tantos los ojos clavados en el Maestro de Hechiceros que la mayoría de sus rostros de pinturas cadavéricas se perdían en la oscuridad del bosque que el fuego no alcanzaba a abrigar con su manto.
A espaldas de Mary, la conversación de sus compañeros se prolongaba entre susurros, pese a que les habían ordenado específicamente hacer todo lo contrario.
— Ojalá no armaran tanto barullo los prosélitos — siguió Iloura. — Si los dranovenses nos descubrieran, serían los últimos en prestar sus armas.
« En la sangre de un Humano hay un poder como ningún otro. », escuchó decir desde sus adentros a la voz rumorosa de Balaam. Mary acostumbraba callar solo cuando dormía, mas las voces en su interior no lo hacían ni en sueños.
— Todo necesitamos de los dioses — se molestó Kairo, el único devoto entre la terna. —. Los verdaderos dioses. Además, si algo llegara a ocurrir, Raster y su bandada de inadaptados serían los primeros en saberlo.
« Te equivocas, idiota — escuchó a Sekhmet enojarse una vez más. Siempre hablaba a gritos entre sus oídos. —. No existe nada tan poderoso como la sangre de un Demogorgón, nada tan poderoso como un hombre convertido en Bestia. »
— Silencio. — espetó Mary con severidad sin dirigirse a nadie en concreto, y al instante, todas las voces cesaron. Pronto llegaría el momento para consumar la Ceremonia de Inmolación, y Laparc no era maestro que tolerase la profana habladuría en un acto tan sagrado como la festividad de las hogueras de Beltane.
Velada que marcaba el comienzo del verano, estación de luz, anhelos y revelaciones. Beltane valía para invocar que el escaso ganado no enfermara y que la caza fuera provechosa. Para celebrar la fertilidad y la floración… Y para colmo, Mary había sido obligada a participar cada año desde que llegase a la tribu.
Encerrada en el círculo de runas sangrientas, el ardor del Fatuo la hacía evocar hilillos de sudor. Las sensaciones no iban más allá a la sofocación y el hedor espantoso que la sangre consumida por las llamas desprendía. Pero así era la magia roja: feroz, corruptiva e imperiosa, digna de cualquier suplicio. Aunque para aquel entonces, beber de la sangre era más un dulce vino que una tortura. Al fin y al cabo, la sangre la había marcado de por vida: era la raíz de sus poderes de Dádiva y la razón de su nombre. Todos en la Hordalo sabían, incluyendo a los dos ineptos que la veían desde atrás, desde un palmo más arriba.
Todos casi siempre eran, al menos un palmo, más altos que Mary.
El final se anunció pronto, cuando su maestro les indicó que subieran a la plataforma con un simple movimiento: levantar la cabeza cercenada del hombre dado en sacrificio por encima de la suya. Al momento se escuchó el tañido de los tambores, un ritmo grave y coordinado de docenas de manos, acompañado por los cánticos de los prosélitos, quienes habían cesado de implorar favores a sus dioses, para unirse a una estrepitosa danza tribal de mil almas.
Aunque en el pasado Mary había vivido aquel instante cuantiosas veces, siempre le erizaba la piel recibir la sangre y el cuerpo del ganado cristiano. Agradeció distanciarse un tanto del calor horripilante que el Fatuo expelía al consumir el aire a su alrededor.
Laparc, aquel grotesco y consumido anciano, observaba con rigor esculpido en sus arrugas a sus discípulos, mientras la sangre del piadoso que sostenía entre sus manos le bañaba el rostro a cuentagotas. Era un auténtico genio en cuanto a la magia roja, sí, pero venía siendo hora de que se jubilara. Llevaba tantos años portando el penacho de plumas de cuervo, el collar de cráneos de dragón bebé y los brazaletes de piel humana endurecida, que probablemente ya estuvieran fundidos a él y a su hedor de viejo. Más temprano que tarde, devendría demasiado débil para llevar el cargo, y como todo viejo en la Horda de las Bestias sería dado en sacrificio, como les había ocurrido a sus antepasados.
Cuando la terna se hubo acomodado en sus lugares, arrodillados y con la vista hacia las estrellas, el Maestro de Hechiceros procedió a ungirlos con el néctar de brebajes, pócimas encantadas con sangre y palabras vacías de la antigua lengua de los druidas.
— ¡Estos tres son los que por tanto han de agradecer cada mañana! — Sus palabras sonaban pastosas y solemnes a la vez. — ¡Estos tres son el motivo por el que todo aquel que ose desafiarnos ha de permanecer despierto por las noches! ¡Junto a nuestro poderío, estos tres son la lluvia de fuego que la tierra quemará!
La furia de aquel lobo veterano brotó con la misma pasión y euforia que la de un alma joven por todo lo que duró su discurso. Pero al escribir las runas de amparo en su rostro con la tinta de los especieros, Mary se percató que los dedos débiles y rugosos de su maestro se estremecían inhábilmente como gusanos revolcándose en la tierra.
Su mente continuaba afilada y su conocimiento era vasto, pero poca utilidad tenía Laparc si no era capaz de conjurar un hechizo simple con precisión.
« Será pronto — pensó sin animarse a mostrar la mínima expresión. — el día en que seas polvo y yo la Maestro de Hechiceros de la Horda, de la que Dranova entera se lamentará día y noche por torturarla y mutilarla. »
Mary prestó su vista al abismo de sus parpados, y de allí en adelante se dedicó a escuchar la ceremonia. La música murió de pronto y el canto de los prosélitos acogió los últimos momentos de los dados en sacrificio: ancianos, en su mayoría, y algún pobre niño nacido en fiebres. La vida entre los bárbaros era incluso más cruel con aquellos que hubieran nacidos con discapacidad o caídos enfermos en algún momento. No había sitio para los débiles, cuando la supervivencia era una oportunidad que debía ganarse y las manos escaseaban más que las bocas a alimentar.
Los únicos alaridos de dolor que se percibieron entre las decenas de gargantas cortadas fueron los de aquellos que no estaban dispuestos a morir por la causa. Prisioneros de cualquiera de los pueblillos o granjas a los que asaltaban.
Poco después de consagrarse con el cuerpo y la sangre del ganado, las frases y el hechizo final de su maestro la arrastraron a un trance, tal y como tenían previsto por ritual.
Cuando las voces en su cabeza la despojaron del sueño en el que se había sumido, la noche era todavía joven, tanto que afuera de su tienda las palabras de sus hermanos y hermanas retumbaban con ferocidad junto a la cena tradicional que compartían. Un escueto pan de avena que llenaba más el espíritu que el propio estómago.
Como tantas veces en el pasado, la cabeza le zumbaba al despertar de la Ceremonia de Inmolación y el aliento le apestaba con un desagradable regusto a carne de «fieles». O más bien «infieles». Para una fracción de la Horda, los cristianos no eran más que eso por no adorar a sus dioses. Pero, a decir verdad, con tantas deidades regadas por el mundo de algún extraño modo todo hombre, mujer y niño era un infiel a ojos de otro. De cualquier manera, Mary nada odiaba más que a los cristianos adoradores que la persiguieron y la marcaron por ser una Dádiva y una hechicera de sangre.
El recuerdo le amargó la noche.
En esta ocasión fue Belial, uno de los muchos amigos que vivían en sus pensamientos, el que prestó su voz profunda y penetrante para hablarle.
« La mujer de la que hablaban aquellos dos, ¿la recuerdas? »
— Sí, la esposa del hombre al que desangramos — habló fuerte y claro para su compañero más coherente, quien, a diferencia de los otros, se mostraba con ingenio y buen juicio. — ¿Qué hay con ella?
« Llegó aquí junto al hombre que abrió la ceremonia con su sangre. Sabes también como yo lo que ella es. ¿Qué no sientes curiosidad de ver que le ocurrirá? Venga, vamos. »
Un momento más tarde, descubrió que Belial tenía razón. Siempre la tenía. Mary se irguió envuelta en la oscuridad de su pequeñísima tienda de pieles, y atravesó buena parte del campamento hasta llegar al pabellón, la tienda de mayor tamaño entre el centenar y medio que había dejado atrás. Semioculta entre la maleza, la tienda de Rex Azus yacía custodiada por dos guardias andrajosos con picas de dos metros y expresiones tan desgraciadas en sus rostros que ni un eunuco en un prostíbulo podría tener.
Mary llevaba el cabello castaño rojizo suelto por sobre los hombros y un par de ojos del más puro azul que existía. Las plantas de sus pies se encontraban rígidas como el cuero endurecido, puesto que siempre caminaba descalza a donde fuera.
— ¡Eres la mierda más inútil y horrenda que he visto en mi puta vida! — El rugido ronco de Brynjar Berzerk azotó como un rayo, cuando pasó por debajo del alerón de la tienda. — ¡Te ordenamos que trajeras carne! — Lo siguiente que se escuchó fue un manotazo y el crujir del cuenco al caer al suelo. — ¡Nada de frutas!
— Pe-perdonadme, mi-mi lord — farfulló una voz que no conocía —. No hay... Es que no pretendía… — Y un puñado de carcajadas se presentó delante antes que cualquier rostro que yaciera en el interior, una de las cuales opacó al resto con su estridencia casi fingida.
— ¿¡Qué tengo cara de lord!? — Brynjar estaba que se ahogaba en su propia risa. La saliva que escupía al expresarse a gritos le abarrotaba la inmensa barba hirsuta y pelirroja.
Al otro lado de la umbría tienda, un hombre de rostro congestionado se alzó de su silla con una jarra colmada de ron en la mano.
— Con lo que hiciste la última vez que te emborrachaste, vikingo… — Y el chiste continuó, asqueroso, sin gracia y gastado al igual que las últimas cinco veces, por lo que Mary recurrió a las voces de su cabeza durante unos segundos para que ahogaran sus palabras.
Todos rieron nuevamente, con carcajadas que se mantuvieron por más de un instante, a excepción de un hombre. Aquel que se encontraba sentado sobre una robusta silla de madera al fondo, solo amenazó con esbozar una ligera sonrisa. Azusno era hombre que riera con facilidad.
— ¡Pero si siempre estoy borracho! ¡Ja, ja! ¿De qué oveja me hablas? ¿Patie? — La expresión del gigantesco hombre pasó de una alegre risotada a un gesto de perro rabioso al voltear hacia el esclavo que recogía las frutas del suelo. — ¿¡Qué haces, carroña!? ¡A por la carne!
El muchacho, de no más de quince años calculó Mary, palideció, se levantó de súbito, y después palideció un poco más. Llevaba la cabeza rapada y una desastrosa túnica de lino, como todo esclavo. Con ambas piernas obstaculizadas por grilletes, se precipitó a salir entre trompicones de pasos cortos. Y cuando se encontró de bruces con Mary en la penumbra de la entrada, su vejiga estuvo a nada de aflojarse.
— Madre de Dios. — balbuceó.
Los ojos de Mary Blood bebían de la poca luz que los rodeaba con un brillo azul antinatural que daba la impresión de ennegrecer el resto de su semblante. Sus piernas y brazos se ocultaban también tras un velo vaporoso de oscuridad, de modo que el vestidillo blanco sin mangas que llevaba parecía flotar en el aire.
— Lárgate, corderito — le soltó con desdén gélido. En cualquier otra ocasión, habría soltado una risa tan chillona que eclipsaría a la de Brynjar, pero no se encontraba de humor.
Azus se inclinó hacia adelante en el asiento de honor de la tienda.
— Miren nada más. Es la capitana de mis Interfectos. — Su voz era casi tan profunda y áspera como la de su fiel amigo Belial.
« Nuestros Interfectos — escuchó de Balaam. —. De nadie más. »
— ¿Dónde está ella? — inquirió con su irreverencia habitual. El muchacho la rodeaba cuidadosamente para marcharse entre el tintineo de sus cadenas.
Brynjar el Vikingo era el que más se hacía notar: casi dos metros de una grotesca combinación de músculo y grasa. Con brazos como los de un gigante y la tripa de un tamaño descomunal. Segundo Oficial recién nombrado.
— ¿Quién? — Cuando el Rey alzaba la voz, el resto guardaba silencio.
— La cristiana de extraños ojos. La que han capturado esta mañana. Quiero verla.
— Aquí está — Y el corazón se le arrugó de puro sentimiento al escuchar su voz. Sonaba como Ramsey tras su yelmo de hueso.
Los observó con ojo avizor, en busca de su amado entre tantos rostros e ignoró lo que tuvieran para decir. Hasta que la palabra de una mujer se hizo escuchar.
— Detrás de ti, Mary Blood.
Mientras se giraba, Azus se levantó de su asiento, y se elevó a la misma imponente altura que Brynjar. Su cara era una maraña de expresiones imprecisas tras el rastro de una vieja cicatriz que serpenteaba desde el mentón hasta su frente, reptando sobre el puente de la nariz y colándose cerca de un ojo. No había quedado tuerto de milagro.
— ¿Conoces a esta mujer, Histerismo?
«Histerismo», odiaba que la llamaran de esa forma. Pero lo dejó pasar.
Se volvió hacia la entrada de la tienda. Llegó a advertir a la mujer de reojo, pero su mirada se concentró realmente en el hombre que yacía a sus espaldas. El cráneo de carnero mastodonte que ocupaba como casco impedía ver lo atractivo que era, pero siempre llevaba el recio, hermoso y definido torso al aire.
— Odia que la llamen de esa forma — siguió la mujer, dando un paso al frente. —, ¿no es así? La pone histérica. Lamento decepcionarte, Mary, pero no soy quien tú crees. No hay cristiano alguno en esta habitaci…
Ramskull le cerró la boca a la mujer con un manotazo de revés.
— Le gusta hablar — anunció para todos. —. Se regodea al ver nuestro desconcierto acerca de lo que sabe. Debimos cortarle la lengua a ella y a su captor que no fue lo suficientemente inteligente para cortársela desde un principio.
— ¿Y bien, Mary? ¿Qué sabes de esta mujer? — insistió Azus con tono brusco, mientras otras voces apoyaban la moción.
A la tenue luz de las ascuas moribundas, nada en ella parecía familiar. Su ceño era formidable; su cabellera, sucia y desarreglada; los labios secos y agrietado; de un rostro curtido por la intemperie y años no muy alegres. De lejos lo que más aturdía a la vista eran sus ojos rasgados, en forma de almendras, que miraban a todos con sumo sosiego. Ojos que habría creído solo se encontraban en los paises más orientales del mundo como Akerudaichi o aquella otra nacion cuyo nombre era más complicado.
— No la he visto en mi vida. — Sentía que la habitación entera la observaba.
— Parece conocerte muy bien.
— Parece conocer a todos muy bien. — apuntó Ramskull, empujando a la mujer para que se acercara al Rey de la Horda de las Bestias.
— No estimo en nada la lentitud — declaró Azus. —, el misterio ni los rodeos. Di quién eres y lo qué sabes. Lo que escuche podría resultar para ti en una muerte más o menos dolorosa.
« ¿Por qué todos tienen que ser más altos que yo?», fue lo único que a Mary le interesó, cuando Azus se situó a su lado. La misteriosa mujer era al menos unos cuantos dedos más alta, si bien casi igual de macilenta que ella.
— Pero moriré de todas formas. — reconoció la mujer de aspecto inusitado. — ¿Qué importancia tiene quién sea? — Hizo una pausa, y desnudó los dientes en una sonrisa. — Me llamaron Jensen cuando llegué a esta nación. Lo que sé, por otro lado, estoy bastante segura de que será de tu interés, Raymond Hailstone. Te llamaría ser Raymond, pero perdiste ese título hace años.
Las comisuras de la boca de Rex Azus se fruncieron en un horrible gesto de desagrado. No le satisfacía oír aquel nombre después de tanto tiempo. Un silencio se orquestó en la tienda de campaña, y los ojos de todos pasaron a observar al Rey a la espera de sus acciones. Según dictaban las leyes, estaba prohibido pronunciar el nombre de nacimiento de quien hubiera elegido otro nuevo como insignia dentro de la Horda. Sin embargo, Raymond se mantuvo al margen.
— Eso amerita que me corten la cabeza, lo sé — continuó Jensen, que daba vueltas por el lugar y miraba al Rey por sobre un hombro. Sus manos se encontraban encadenas, aunque no así sus piernas, de modo que se movía con libertad. —. Hay más de dónde vino eso. Sé quién eres y lo que hiciste para llegar hasta dónde estás hoy. También conozco el pasando de todos vosotros, hombres y mujeres presentes aquí — Se detuvo ante Brynjar y lo observó inquisitivamente. —. Brynjar Gunderson, mercenario, exmercenario en realidad, de la Legión Ulfhednar. Al igual que yo, estás muy lejos de casa. Eres un criminal exiliado a tierras al otro lado del mar.
«¿Gunderson? ». Era primera vez que hasta sus oídos llegaba su nombre verdadero.
El vikingo no era de los que contenía su furia. Echó mano al hacha de mango corto en su cintura, haciendo uso de un gruñido. Y en busca de aprobación se volvió hacia Azus, quién detuvo sus intenciones con un gesto de mano.
— Su puta madre. — masculló, perplejo.
La osadía con la Jensen se le quedaba viendo a cada uno era conmovedora, incluso grotesca hasta cierto punto. Hablaba con insolencia y de manera informal. Dio unos cuantos pasos, prestando atención a cada detalle, hasta que sus negros ojos se posaron en los azules de Mary. Se acercó a ella, y le acarició el cabello con una de sus manos atadas y una sonrisa que hacía creer que eran viejas amigas.
— Por fin os puedo ver en carne y hueso — murmuró cerca de sus labios. —, madre del enfermo, amante del vacío, a vos quien de los muertos y el crepúsculo sois soberana.
La hechicera no permitió que trasluciera su zozobra, y la cogió del brazo casi con afecto antes de que comenzara a hablar sobre ella y su pasado.
— Qué bonitas manos las que tienes, Jensen. Sería una lástima que las perdieras.
— Kurt — dijo Azus a uno de sus hombres, impasible. Como la calma que precedía a la tormenta. —. Dame mi espada.
Jensen se volvió rápidamente, y se alejó de Mary.
— Creo que eso no será necesario. Aún.
El Rey hizo caso omiso a lo que tuviera para decir. Agarró el espadón entre sus manos, y dejó descansar la punta en el suelo. La Espada Infalible, que se decía había pertenecido al mismísimo dios guerrero Nuada, estaba damasquinada en plata y bronce en la larga hoja de acero, con un pomo en forma de cráneo humano. Era un símbolo de poder entre los celtas de la tribu, y antes había pertenecido al Rey que Azus desafió y desnucó en combate singular; no sin antes llevarse el beso de la daga de su oponente y una enorme cicatriz para el recuerdo.
— Os he hablado de vuestro pasado — siguió Jensen. —, pero no es nada que no podáis saber cada uno. Estoy aquí para hablaros del porvenir.
Ramskull se precipitó a coger a la mujer por los pelos, y desenvainó el filo de una de sus gladius: una hoja de bronce de poco más de medio metro.
— ¿Por qué confiaríamos en lo que una infiel como tu tiene para decirnos?
— Porque he cruzado medio mundo solo para llegar a este campamento — dijo sin un ápice de espanto, como si hubiera presentido el tacto del filo en su cuello. —, desde el océano que nadie cruza. Tengo mucho que contaros. Y vosotros mucho que perder.
El rostro severo de Azus la escudriñó con desprecio. Un segundo después frunció el ceño en gesto pensativo.
— ¿Contar qué exactamente?
— Su espectáculo ya ha durado demasiado — apuntó Kurt. —. Digo que se la demos de comer a los perros.
— Todas las muertes están escritas — comenzó Jensen, con indiferencia, dándole la espalda al celta. —, la mía incluida. Toda acción, todo evento. Solo es cuestión de que las piedras encajen en su lugar para que el río corra como está destinado a hacerlo… Rex Azus, Brynjar, Ramskull, la Horda de las Bestias lleva siglos esperando una oportunidad como esta. Pienso que debéis finalmente dar vuestro brazo a torcer ante el hombre que os ha ofrecido desatar el Infierno sobre la tierra.
Los tres hombres, las cabecillas de la Horda, intercambiaron miradas. Raymond visiblemente era el más importunado. Tenía la mandíbula apretaba y el cuello ensanchado de la rabia.
— ¡Espía! — escupió Brynjar, que siempre hablaba a gritos.
— No, no soy una espía — Ramskull provocó que se retorciera, pero ella hizo un esfuerzo para voltear a ver a Mary. —. Al igual que vuestro líder de oteadores y una de vuestros hechiceros de sangre, soy una Dádiva.
A Mary el corazón le presionó el pecho al oírlo.
« ¿Igual que nosotros? », escuchó decir a Belial.
— Ramsey, suéltala.
Ramskull volvió la vista hacia su Rey, y solo cuando Azus hizo un gesto de asentimiento apresurado, soltó a Jensen con desaire.
— ¿Así que una Dádiva? ¿Y cuál es tú don? ¿Saber cosas?
— El conocimiento es el fin de mis habilidades, el medio para llevar a cabo mi misión en vida. Puedo ver más allá que cualquiera.
Azus cogió asiento nuevamente, con la espada reposada en su regazo.
— Si realmente eres lo que dices, te encontraremos alguna utilidad. No imagino otra explicación para que sepas todo lo que escupes. No obstante, eso no borrará las injurias que has cometido. — Se inclinó hacia delante. —. ¿Cuál es tu misión en vida, Jensen? ¿Por qué has cruzado medio mundo para llegar hasta aquí?
— Necesitaba ser yo quién acomodara las piezas restantes en su lugar. Dar ese último empujoncito para que tomes tu decisión y todo esto de inicio. Ya he visto el final, y déjame decirte que ha sido gloriosa. Para algunos.
— Entonces es eso. ¿Ves el futuro? ¿Tienes una profecía para mí, Dádiva?
— Las fuerzas del Destino que nos rodean se mantienen ocultas — alzó la voz para todos. —, solo puedo ver lo que me es permitido. Aunque anhelemos dejar nuestra marca, no somos más que transeúntes en la historia.
— Di lo que tengas para decir. — se impacientó.
— Antes deberás prometerme una cosa a cambio de mi sabiduría.
Raymond rio ligeramente y el resto de sus hombres lo acompañó como perros adiestrados.
— No estás en posición para demandar nada.
— Raymond Hailstone — prosiguió de todas formas. —, quiero que cuentes a tus siervos el mensaje que llegó hace unos días acerca de la propuesta de cierto noble. Es imperativo que lo hagas. Pero antes de confesárselos a ellos, deberás matarme aquí mismo. De la manera que te parezca más apropiada. Es lo poco que demando.
Un clamor de treinta voces enturbiadas se alzó en seguida; muchos por la petición de sangre de la mujer; algunos, deseosos por conocer el secreto que su Rey les escondía; y otros simplemente confundidos.
Mary lo tenía muy claro.
— Después de todo, ¿viniste hasta aquí para morir?
— No tienes idea de lo que he visto, Mary Blood — Y le sonrió abiertamente. Fue una sonrisa sincera, incluso incómoda, viniendo de una completa desconocida. Y se le quedó viendo de manera complaciente con aquellos ojos arrebatadores de los que solo tenía noción gracias a ilustraciones en libros —. No quiero estar aquí cuando suceda. De pie, al borde del cráter. Y aunque así lo quisiera, no sería posible. Hay piezas que no encajan cuando ya han cumplido su propósito y han de ser removidas.
— Si esos son tus términos — aclaró Azus. —, no tendré nada más para perder que unos cuantos minutos de mi tiempo. Los acepto. Actuaré como jurado y verdugo luego de tu auspicio. Sin más dilaciones.
La mujer le sostuvo la mirada y el gesto alegre a Mary por una última vez antes de carraspear, coger aire y dirigirse a todos. No se escuchó más que un concierto de respiraciones roncas por un momento que pareció perpetuarse más de lo debido.
— Serán tres los presagios que llegarán a vuestros oídos. Velados, pues de otro modo, si escucharais lo que el Destino os depara, podríais cambiar el curso de estas aguas.
— El primero. — habló duramente.
— Llegará un aciago día, luego de incontables noches, en el que los fantasmas del pasado volverán para atormentaros una vez más. Para entonces ya se habrán hartado de la envidia de algunos y aburrido de la simplicidad del resto. En consenso demandarán el beneplácito para inmolaros sin mesura ni compasión. Y lo harán, a diestra y siniestra. Muy en el fondo, también son simples como niños. Asolar y empezar de cero les da placer. Reiniciar el ciclo es para casi todos ellos el porqué de su existencia.
— Eso podría significar cualquier cosa. — espetó Ramskull.
— Cuando llegue el momento — siguió sin hacer caso. —, si todo surge como debería, los Jinetes del Apocalipsis, aquellos que rasgaron el orgullo de los más arrogantes, deberán dejar de matarse los unos a los otros. Pero antes, mucha agua deberá discurrir por sobre las rocas de este río.
Un silencio sepulcral se coció cuando la Dádiva calló por fin. Cada rostro se mostraba más contrariado que en un principio.
« ¿La conozco? Soy la única a la que ha sonreído — pensó Mary, quien siempre iba a lo suyo. —, ¿Por qué? »
Azus se irguió de su asiento, y se acercó a Jensen con la espada al hombro, llevando cuidadosa cuenta de cada detalle. Entre sus dedos velludos se apreciaba una empuñadura ornamentada en ónice tallado.
— El segundo.
— Pero antes, mucha agua deberá discurrir por sobre las rocas de este río — repitió remarcando cada palabra. —. Este año, cuando la luz de la luna se torne carmesí, como un único ojo entre las estrellas, observará sin reparo como el agua de los ríos será sangre corriendo por todo el reino hasta sus océanos, mientras en la tierra, los gritos se volverán canción ante un fuego de mil y un tonos de rojo. Entonces vuestra venganza habrá dado inicio.
Hasta los más cortos de sesos como Brynjar estuvieron de acuerdo en que aquel augurio parecía menos enrevesado, pero igual de insuficiente. De cualquier modo, Rex Azus, escéptico hasta la médula, resopló airado por la nariz prominente que tenía.
— El tercero.
Para sorpresa de todos, Jensen comenzó a reír entre dientes delante del hombre cuyo ego y autoridad se erguían como una montaña.
— Mi buen Rey, ya has vivido mucho tiempo oculto entre los árboles y la oscuridad. Llegará la ocasión en la que tengas que volver. Y vaya regreso que será. — Cerró los ojos y respiró hondo para después dejar escapar aires de complacencia. —. Cuando tengáis que dividiros, el Destino os sonreirá con una lluvia como ninguna otra, una abrasadora, de fuego que barrera con todos vuestros miedos de desgracias.
El Rey le colocó una mano sobre el hombro.
— Debe ser liberador, ¿no es así? Sentir que ya has cumplido tu misión en vida.
— ¿Qué sabe de libertad un hombre que ha malgastado años huyendo de su Destino y de su…? — La punta de acero le arrebató la voz al desgarrar su pecho con la misma ligereza con la que se cortaba el queso tierno.
— ¿De su pasado? — inquirió con amargura, mientras la mujer se retorcía de dolor. —. Toda una vida esperando este momento, Jensen, pero ello no quita que no puedas sentir dolor. — Cuando la mujer se desplomó al suelo, luchando por instinto contra la muerte, Azus carcajeó. —. Me pregunto si también habrás visto venir eso.
Se escucharon las risas de los demás. Excepto la de Brynjar, quién por algún motivo decidió retirar el rostro con asco.
Mientras una charca de sangre se abultaba a su alrededor, la mirada de Jensen se cruzó con la de Mary por última vez. Era la única Dádiva, además de Raster, que había conocido. Y había tenido que verla morir tan pronto. La hechicera estiró un brazo y unas gotas todavía rojas se levantaron, atraídas por la magia de sus dedos. Dio un paso hacia ella, con la intención de probar su sangre y traerla de vuelta.
Pero un Azus ensombrecido más de la cuenta vehemente la detuvo.
— No me interesa si era una Dádiva como tú, Histerismo. No usarás tus poderes para hacerla una de tus Interfectos.
— Ni siquiera es parte de la Horda. Claro que puedo.
— Aléjate de ella.
— Pero las reglas dicen que…
Ramsey la rodeó con un brazo, e intentó apartarla suavemente del enfrentamiento. No le dajaron más opción que presenciar con inquietud como las memorias del cadáver de una tal Jensen comenzaban a pudrirse y desaparecer sin que Mary pudiera saciarse de todo su repertorio de secretos.
« ¿Qué tanto nos oculta este Rey temeroso? », inquirió Abadon.
Unos segundos más tarde, si cualquiera de los presentes había albergado dudas sobre ella, estas se esfumaron con la brisa fría que irrumpió en la tienda. La sangre de Jensen se fue tornando blanca como la nieve. Y en seguida, comenzó a secarse y desprenderse de su piel, dejando virutas tan finas que hasta el mínimo soplo arrastraba como una estela de pequeñas hojas al viento.
Con una Dádiva cuyas habilidades no podían demostrase a simple vista, reparar en como el ostento de su linaje se marchitaba al contacto con el aire, a diferencia de los seres comunes, era la única forma de propiciarse con la verdad.
Llegó una noche en la que la luna se encontraba en cuarto creciente, donde Mary canturreaba al cielo una cancioncilla que había aprendido de la garganta de un juglar, cuya letra modificó a placer poco después de desgarrarle su prodigiosa voz.
Como un beso prometido,
a tu cuerpo es mi filo.
Soy lo muerto y revivido.
Soy la ira, soy tu dios.
10Please respect copyright.PENANAN76LodFGCH
Dame tu mano y te llevaré,
donde los gritos se hacen canción.
Mi vida hiere, te enseñaré.
Tu muerte se anuncia, tatuada en mi piel.
No habría sabido decir si era tan buena como la original.
Con las piernas cruzadas, se mecía en una roca al son de su dulce tonada, aguardando pacientemente a que Ramsey acudiese a ella. El viento que le revolvía la caballera castaña rojiza se había llevado consigo los suspiros, pero a aquella noche de verano aún le restaban horas. Aunque más fría y húmeda que cualquiera a las que había precedido. Pues el otoño daba por fin sus primeras señales de vida.
La cumbre rocosa en la que se encontraba era extrañamente angular, como un dedo abultado que apuntaba hacia las estrellas.
Llegado el momento, el aullido distante de un lobo melancólico le lloró a la luna. Otra voz sin palabras se unió a la primera, y en breves otra incluso más cercana hizo lo propio, y por último un puñado más desde la montaña que se erigía delante. Se convirtieron en un coro profundo de tonos que subían, bajaban y hendían el aire con lamentos. Mary sostuvo entre sus brazos el cráneo de carnero mastodonte que había hurtado de su amado, y alzó la cabeza para fundir su aullido con el de la manada.
Entre risas y tajos de silencio en lo que se quedaba sin aire, entonó una canción distinta en poco tiempo. Pero cuando estuvo a punto de terminarla, olvidó cómo seguía la letra, de tal manera que continuó tarareando la melodía.
— Mary. — Una voz conocida irrumpió su soledad; una masculina y nervuda, sencillamente maravillosa a sus oídos.
Se giró de manera tan brusca que su cuello tronó un tanto. Pero no fue más que una molestia que se esfumó de súbito al deslumbrase por el encanto de su presencia. Y con prisa y sin apenas disimulo, ocultó el yelmo detrás de su espalda.
— Ramsey, sabía que vendrías — La sonrisa que esbozaba al verlo a Él siempre era de oreja a oreja. Le tendió una mano, y él la cogió con una de las suyas, y se inclinó para besarla en los labios. —. Te he esperado por horas.
Sin en el cráneo de carnero, era un hombre de atractivo incomparable. De cabello rubio que gustaba cortar a ras de su cabeza y ojos verdes que ardían como uno de los tantos matices del Fuego Fatuo; de quijada ancha y un rostro de diamante frecuentado por una sonrisa hermética que solo se aventuraba a olvidar para la mujer a la que amaba.
— Mi hermosa Mary, lo siento mucho, pero había asuntos que resolver… Cabos que atar.
— Habría esperado hasta el amanecer de ser necesario — Se irguió de puntillas sobre la roca para estar a su altura. —. Y después seguiría hasta que las estrellas volvieran a brotar en el cielo.
— Mi casco, ¿dónde está?
— Robar tu posesión más preciada a veces parece ser la única forma de llamar tu atención. — Encogió los hombros, y bajó la mirada, haciéndose la entristecida, pero Ramsey le levantó el huesudo mentón y la obligó a mirarlo. Era otro de esos momentos en los que solo contemplar su belleza hacía que su piel se erizara.
— Basta de niñerías — Fue brusco, pero al final se sonrió de cansancio y arrepentimiento. —. Te conozco, mejor que nadie. Algún día lo perderás por accidente como haces con todo. Olvidarás dónde los has dejado. Más que un casco es mi amuleto, entiéndelo. Lo necesito cerca todo el rato.
— Pero ¿por qué es tan importante para ti? — quiso saber sin llegar a pestañear.
Ramskull hizo ademán de chasquear la lengua. Sus exquisitos rasgos se disolvieron en una expresión agria de desazón.
— Por favor, entrégamelo. No tengo tiempo para esto. Debo irme.
« No vuelvas a preguntárselo. — le hizo saber Belial. »
« Venga, pregúntaselo — rebatió Balaam. —. Que lo diga de una buena vez. »
Mary se mordió el labio de la angustia. Quizás no confiaba de pleno en ella, a despecho de los años que llevaran juntos. Resolvió escuchar a la primera de sus voces. Sus consejos siempre le habían venido bien, así que esfumó prontamente su curiosidad como quien ahuyentaba a las moscas.
Y le entregó el cráneo con gesto de remordimiento. En parte para que se animara a profesar un poquillo de pena por ella; en parte porque así Mary lo sentía.
Lo consideraba más pesado que un casco corriente. Pero no cabían dudas de que sus enormes y encorvados cuernos infundían terror a sus enemigos, los cristianos. Ilusos como ellos solos, mermaba su moral o huían al creer que se trataba de la vivida imagen de un demonio, cuando su amado lo portaba en combate.
En cuanto a las cuencas del animal, dispuestas a los laterales por naturaleza, habían sido selladas por sendas placas de hierro que imitaban el color del hueso. Un par de ranuras a modo de franjas que se ensanchaban conforme caían hacia el centro del rostro facilitaban la visión a un hombre que en última instancia parecía más áspero que el hueso y tan cruel como un demonio.
El crujido de la hierba precedió al vacío que su amado le sembró dentro al marcharse sin musitar el mínimo perdón. Mary se abrazó las piernas contra su atisbo de pechos, cuando se hubo sentado de nuevo sobre la roca. Apoyó el rostro sobre las rodillas, y esperó a que la hierba terminara de crujir tras sus pasos para dejarse llevar por un suspiro. Pero el rumor cesó más rápido de lo que hubiera imaginado y lo siguiente que escuchó fue otro chasquido de lengua. Alzó la vista, para después ver que Ramskull seguía allí de pie; quieto como una esbelta sombra de ojos verdes.
— ¿Qué sucede?
Ramsey se tomó su tiempo para observarla sin decir nada. En esta ocasión y para su sorpresa, suspiró de forma espantosa, y regresó cabizbajo hasta Mary.
— Creí que tenías cosas por hacer. — prosiguió ella al intentar erguirse sobre sus pies desnudos. Pero Él la rodeó con un brazo y, con facilidad cuantiosa, la alzó en volandas. Entreabrió la boca bajo la presión del beso.
— No más. No esta noche. — La depositó en el suelo, y se sentó junto a ella. — Que le den a Raymond. Estoy cansado de sus órdenes. Ya pensaré mañana que decirle.
« Lo tienes donde querías — Balaam no callaba. —. Ahora pregúntaselo. »
— Estoy loca por ti, Ramsey.
— Tú estás loca por muchas razones, querida Mary. Yo solo soy una de ellas — Le acarició los prominentes pómulos que se le formaban cuando sonreía. —. Pronto tendremos más tiempo para nosotros. Cuando todo esto acabe.
— Primero tendrá que empezar.
— Ya lo ha hecho. Verás, no debería decirte esto, pero no me gusta ocultarte secretos. El Intelectual de las celdas nos dijo que estaba yendo de camino hacia la Capital cuando lo atrapamos. Él y su ciencia nos confirmó una de las profecías que esa mujer extraña, Jensen, nos contó hace meses.
— ¿Los Jinetes del Apocalipsis? — Sus ojos se mantuvieron a la expectativa. — Esos somos nosotros, ¿verdad? — Aquello se lo había insinuado una de sus voces, y solía confiar en lo que tuvieran para decirle. En algunas de ellas, al menos.
— Eso no lo sé. Nadie lo sabía más que Jensen, si es que fue verdad — Volvió la vista hacia el cielo. —. La Luna de Sangre llegará pronto. Ese anciano también lo dijo, solo que lo llamo «eclipse». Recuérdalo: cuando la luz del ojo se torne carmesí, los gritos se volverán canción y el agua de los ríos será sangre que correrá por todo el reino hasta sus océanos.
— Para entonces, nuestra venganza ya habrá dado inicio. — Tenía preparada maquinalmente su respuesta. Se había convertido ya en una especie de lema dentro de la Horda de las Bestias.
— Lo único que tengo hoy para ofrecerte está bajo mi pecho, hermosa Mary Ann — le dijo, atrayéndola hacia él. —. Pero si me entregas tu corazón, juraré darte a cambio este reino que nos ha acosado desde el día que nos vio nacer.
Sus ojos no podían despegarse de los músculos tan definidos de aquel hombre y el vello delgadísimo que brotaba de su torso desnudo. Se subió a su regazo, y le echó los brazos al cuello, dispuesta, ansiosa y sumida en una vorágine de lujuria incontenible.
— Siempre ha sido tuyo. De nada valdría tenerlo si no fuera por ti.
— Ya, ya. Porque de seguro no lo usas para otra cosa. — Ramsey le concedió el dulce tacto de sus labios en un esfuerzo formidable por no sonreír. Con una mano áspera le desgarró el vestido raído en un segundo, y dejó expuesta para la noche su desnudez y el tatuaje de la espina dorsal que todo siervo de las Bestias conservaba y que emulaba la marca del Demogorgón.
En el cielo, la luna y las estrellas fueron los únicos testigos de su acto de amor10Please respect copyright.PENANA3s4o4WiDYL